
Yo creo que lo mío llegó a ser patológico cuando fui a casa de mis primos del pueblo por dos días y me quedé dos semanas para aplazar el trance de la despedida. Era un verano muy caluroso y mis padres me mandaron al pueblo para que dejara de hacer el lagarto delante del televisor. Cada noche cuando llamaban para decir que vendrían a por mi, yo le ponía a mi tía cara de pena y ésta les convencía para que me dejaran un par de días más. Hasta que mi ensayadísima cara de pena dejó de funcionar. Y cuando llegó el día, monté tal pataleta que mis padres creyeron que era porque no me quería ir. Y no tuve que decir ADIÓS a nadie. ¡Rodriga se acabó!, dijo mi padre mientras me arrastraba hasta el coche.
La verdad, con el tiempo superé mi pánico a despedirme y sólo me quedé con el terror de la despedida. A veces he hecho auténticos dramas al despedirme de alguien. Recuerdo una Semana Santa cuando iba al instituto que me pasé toda la semana anterior llorando y escribiendo notas a todos mis compañeros: No sé cuando nos volveremos a ver, pero por si no nos vemos nunca más, te deseo lo mejor. Esa vez me citaron con el psicólogo del instituto. Entré y me encontré a mi madre llorando con todas mis notas en sus manos. Me senté y aguanté un rollo patatero sobre el suicidio. Tampoco lo desmentí. Dije que había tenido unos días malos pero que ya estaba mejor. Durante unos meses mi madre me cocinó mis platos preferidos, me regaló ropa y hasta nos fuimos los cuatro un fin de semana a un apartamento en la sierra.
Cada vez que alguien me dice no me gustan las despedidas yo sólo puedo decir ¡qué suerte la tuya!