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dimecres, 24 de febrer del 2010

DELICIOSA TARTA DE CHOCOLATE

No sé cuando mi madre empezó a hacer su fantástica tarta de chocolate para mis cumpleaños. Sólo pensar en ella, me regresa el sabor a mi boca y no puedo más que parar unos segundos para cerrar los ojos mientras se me escapa un mmmmmmmmmmmmmmmm. Las tartas de chocolate de mama son una de las cosas que no se deberían perder nunca. Se tendría que instaurar fiesta nacional de la tarta de chocolate de Ana. Mientras comía la tarta me podían llamar Rodriga, Ruperta o Remigia que todo me parecía bien.

Mi tío Pedro cada vez que sacaban la tarta decía Ro ya la has visto, no? Pues venga hasta el año que viene y se la llevaba a la cocina mientras mi cara se iba transformando en la cara triste de las dos caras del teatro y una angustia me empezaba a subir por los pies hasta hacerse cómo una pelota en mi pecho y cuando las lágrimas asomaban mi tío -no tan adorado en estos momentos- reaparecía con el pastel y un fuerte abrazo acompañado por un Ro mira que eres tonta cada año igual! Y todos se reían menos yo, que agarraba la tarta y me la llevaba a mi sitio secreto. El armario de mis padres. Un gran vestidor dónde solía perderme horas y horas entre los vestidos de fiesta de mi madre y las corbatas de todos los colores de mi padre. Años después pasaría a ser la habitación de mi hermana pequeña, ya os hablaré de "ella" más adelante. Con el primer mordisco se me olvidaba el cabreo y regresaba al comedor para compartir con todos MI TARTA. Y a esperar el año siguiente.

A mi me daban dos. Yo ya dejaba que los demás saborearan un poco el delicioso manjar. Pero mis dos trozos no podían faltar. Eso era sagrado. Cómo también era sagrada mi hora y media con ellos. Me daba tanta pena que se acabara que la primera hora y cuarto sólo me dedicaba a juguetear con la tarta. Intentaba contar las galletas, olfateaba el chocolate, dejaba un trozo entero y el otro lo cortaba a trocitos como si tuviera que compartirlo con los pitufos y volvía a olfatearlo. Después en un cuarto de hora comía el trozo partido despacio, cómo si realmente lo estuviera racionando y los últimos minutos me dedicaba a deborar a mordisco limpio el trozo entero. En ese momento todos los adultos se divertían mirándome y yo la verdad no entendía muy bien que les hacía tanta gracia. Creo que hay una colección entera de fotos mías con la cara llena de chocolate y galletas en casa de mis padres.

Cuando cumplí 14 años mi madre creyó que ya era muy mayor para tener tarta de chocolate. Y ella solita decidió ir a comprar un pastel precioso de pastelería. Creo que era de limón. La verdad mi cara debía reflejar mi desilusión en el mismo instante que vi aparecer mi madre con una tarta perfecta, con sus velas perfectas y una bandeja de cartón perfecta también. Me recordé años atrás con la cara triste de las caras del teatro y me subió otra vez la angustia esa por los pies y cuándo las lágrimas me estaban asomando...frené. Y en lugar de decirle a mi madre que me parecía la persona más absurda del mundo por no hacerme MI TARTA de chocolate y decidir que ya era demasiado mayor para esconderme en un armario con mis dos trozos, callé, soplé las velas con desgana y me tragué rápidamente mi disgusto con sabor a limón. Ese día me dí cuenta que me hacía mayor. A lo mejor RO se estaba convirtiendo en RODRIGA.

dimecres, 17 de febrer del 2010

RO

Mis padres me hicieron una putada nada más nacer. Me pusieron Rodriga, cómo si todo lo bueno y lo malo que me sucediera en la vida se tuviera que relacionar con mi nombre. Se comenta en la familia que me viene por la bisabuela paterna, que se llamaba Rodriga Manuela, y yo siempre contesto que no entiendo cómo me quitaron el Manuela, coño!

Era martes y llovía. Sí, podía ser cualquier otro día, pero a mi me tocó nacer un martes de aguas torrenciales. Al salir no lloré, o eso dicen las 300 personas que estaban presentes. Sí, mi madre parió en una sala atestada de gente fumando y bebiendo. De los 300 sólo mi tío Pedro, al qué aún hoy adoro, se opuso al nombre de Rodriga. De hecho fue él mismo quien, poco tiempo después, empezó a llamarme Ro.

En la sala de partos, mi pobre madre no pudo evitar la avalancha de familiares y amigos. Mi padre el primero, sí, el primero en marearse y sentarse en un rincón con una botella de vino que compartía con gusto con su hermano, mi tío Martín, y una novia de éste que nadie se acuerda de su nombre. De momento ya van cuatro, a parte del médico, la enfermera y la comadrona. Mi adorado tío Pedro vino con su compinche del alma, Montse Pons, aún hoy inseparables. Mis dos abuelas tampoco se quisieron perder la fiesta, mis abuelos en cambio, que siempre han sido los más sensatos de la familia, decidieron esperar en el bar del hospital. Si no he perdido la cuenta, ya van diez, sin contar a mi madre claro. Según parece unos primos del pueblo estaban de visita en la ciudad y no quisieron ser menos, eran tres. Las dos mejores amigas de mi madre, Paqui y Marta, se encargaban de la intendencia, iban a por tabaco, alguna cosa de picar por si se alargaba, vino, café y también suplían el papel de mi padre, que en lugar de un papel estaba haciendo un papelón, y cogían la mano de su amiga de vez en cuando. Lo raro es que no llorase al nacer. Creo que mi primer llanto lo provocó mi padre al gritar desde su rincón ¡RODRIGA YA ESTÁS AQUÍ!